historia de la virgen maría
La Virgen María
Madre de Jesús. Los evangelios sólo aportan, respecto a María, los datos fundamentales y algunas anécdotas. Consta que antes y después del nacimiento de Jesús vivió en Nazaret, pequeña ciudad de Galilea, y que, según la ley, estuvo casada con el artesano San José, descendiente de la casa del rey David. María acompañó a Jesús de Nazaret durante su ministerio de un lugar a otro, junto con las mujeres que le acompañaron desde Galilea y los "cuatro hermanos de Jesús": Santiago, José, Simón y Judas, hijos de María y Cleofás.
Detalle de La Asunción de la Virgen, de Murillo
Tanto María como los cuatro hermanos fueron rodeados de una atmósfera de veneración que siguió en aumento, puesto que María cumplía de modo convincente las condiciones propias de los ciudadanos del reino. Como ejemplo del recuerdo que los primeros discípulos conservaban de María se encuentran las palabras que se colocan en boca de Isabel: "Bienaventurada tú que has creído" (Lc. 1,45). Tiene también un recuerdo vivo la frase de San Lucas: "María conservaba todos esos recuerdos, meditándolos en su corazón" (Lc. 2, 19).
María estuvo al pie de la cruz y fue testigo de la resurrección. Su mención en el cenáculo (Act. 1,14) junto con los doce apóstoles, las demás mujeres y los "hermanos de Jesús", es el inicio de una presencia viva y constante en el seno del cristianismo primitivo. La comunidad de Jerusalén honró también a María como "Madre del Señor", título con el que hacían participar a María de la gloria de Jesús e iniciaban con ello el proceso de reflexión teológica en torno a lo que ha venido a llamarse "las glorias de María".
Desde el punto de vista de la fe cristiana, la figura de la Virgen María tiene una relevancia singular y creciente a lo largo de los siglos. Por lo que se refiere al Antiguo Testamento, la tradición ha señalado numerosos textos en los que se encuentran anuncios proféticos sobre María. Un pasaje que ha tenido suma trascendencia es la profecía del Emmanuel (Is. 7,14). En ella el profeta Isaías anuncia como signo divino el alumbramiento por parte de una doncella (hebrero almah y griego parthénos), en el que la iglesia ve el anuncio de la Madre del Mesías y de su virginidad.
En el Nuevo Testamento, las narraciones de la infancia de los evangelios de San Mateo y San Lucas recogen las enseñanzas acerca de la concepción virginal y el nacimiento de Jesús, transmitidas en la primitiva comunidad cristiana. Narra San Mateo que María concibió virginalmente al Mesías, cumpliéndose así la profecía del Emmanuel. "Habiendo concebido por obra del Espíritu Santo, da a luz (continúa diciendo el envangelista) a un hijo a quien se pone por nombre Jesús, Salvador" (Mt. 1, 20-25).
Detalle de La anunciación (1440), de Fra Angélico
En San Lucas la concepción virginal y la maternidad mesiánica y divina de María se describen en el marco narrativo de la Anunciación como obra del Espíritu Santo (Lc, 1, 26-35). San Lucas presenta a la Virgen como figura central del evangelio de la infancia, unida, por tanto, al nacimiento de Cristo; y vuelve a subrayar su presencia en los hechos de los apóstoles al narrar la vida naciente de la iglesia. San Juan Evangelista describe su presencia en Caná, interviniendo activamente en el primero de los milagros realizados por Jesucristo, y al pie de la cruz.
Algunos autores cristianos reflexionaron sobre la significación de María en el conjunto del misterio de la salvación y en su relación con Cristo, su hijo. Así, San Ignacio de Antioquía (siglo II) indagó en el misterio de Jesús nacido de María, mientras que San Justino defendió la concepción virginal de María y San Ireneo propuso un paralelismo entre las figuras de Eva-María y Adán-Cristo.
También a mediados del siglo II aparecieron unos textos apócrifos (como el Protoevangelio de Santiago) donde se contaba la vida de María, desde la de sus padres Joaquín y Ana hasta después del nacimiento de Jesús. En otros textos (Transitus) se explicaba la muerte de María y su asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Desde los siglos IV-V se consideró a María como el modelo perfecto de fe y santidad a imitar por las vírgenes cristianas, según la doctrina previamente elaborada por los grandes doctores de la Iglesia (San Atanasio, San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín de Hipona). En el año 431, el Concilio de Éfeso reconoció a María como Madre de Dios, confirmando así la creencia de muchos fieles que ya desde mucho antes intercedían ante ella.
Para los Padres de la Iglesia era un tema de discusión la perpetua virginidad de María y su santidad personal. Progresivamente llegó a imponerse la idea de una virginidad "antes del parto, en el parto y después del parto" y de una total exención de pecado. La perpetua virginidad quedó definida en el concilio de Letrán (649 a.C.) y en la epístola dogmática del papa Agatón (680 a.C.). El concilio de Trento, por su parte, sancionó en 1547 su total exención del pecado.
Después de siglos de discusión entre las escuelas, la Iglesia fue llegando a la conclusión de que María había sido redimida en atención a los méritos de Cristo, pero que, desde el primer instante de su ser, se había visto libre de la mancha original. Éste es el dogma de la Inmaculada Concepción definido por Pío IX en 1845. En la bula Munificentissimus Deus, Pío XII definió en 1950 el dogma de la glorificación o Asunción, según el cual María fue asumida en cuerpo y alma al cielo después de su muerte sin conocer la corrupción del sepulcro.
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